La propia firma

sábado, 8 de septiembre de 2007

Hace casi dos mil años –si se cree veraces ciertos documentos-, dentro de las sacras tierras orientales, un predicador llamado Jesús expulsaba un demonio, habitante de un hombre ciego y mudo –una casa bastante oscura-. No es de extrañarse que los fariseos, estudiosos de las escrituras hebreas, quedaran asombrados: dijeron, acaso acostumbrados a cierta interpretación de lo preternatural, que aquel hombre de origen judío “expulsa los demonios por obra de Belzebú” (Mt 12:22). Jesús, llamado el Cristo, el varón del látigo en el Templo, respondió así a los maestros de la ley: “¿Quién entrará en la casa del fuerte sino el que pueda amarrar al fuerte? (…) calumniar al Espíritu Santo es algo que no tendrá perdón”. Los tres primeros evangelistas relatan este suceso.

Si Unamuno sintió angustia reiteradas veces, incansablemente, al pensar sobre la muerte, su muerte, sobre aquel evento en el cual nadie lo reemplazaría y al cual acudiría completamente solo, mientras en su patria reinaba el rifle, aquella repetitiva experiencia sería menos dolorosa -si pudiésemos jerarquizar en conceptos absolutos la relación ideología terrible-dolor-, al compararla con la experiencia que puede experimentar un cristiano ante el pecado imperdonable. Imaginemos a alguien que piense haber cometido aquel pecado. El dubitativo agnóstico podrá encontrar narcóticos para olvidar, su naturaleza no lo obligará a pensar la muerte, ¡pero al creyente sí! Su naturaleza tenderá siempre a Dios y, mientras los salvos gozaran de la misericordia, el devendrá polvo. Tendrá la marca de la muerte por un hecho de sólo segundos, incluso mientras viva. ¡Buscará incansablemente la opinión de los teólogos! Y, sin embargo, nunca les creerá de verdad, se creerá no-perdonado por siempre. Y esto ha pasado. Pongámonos en el lugar de los desposeídos. Preguntemos: ¿Habría influido un tono menos peyorativo en la condena de los fariseos? Si dijesen, por ejemplo, “creo, según mis estudios en la escritura que, dado que lo dicho por este hombre no concuerda con los mandatos de Dios, expulsa por otros medios”, ¿habrían sido castigados?

Michel Foucault señala que Nietzsche fue el primero en concebir que “entre el conocimiento y las cosas que éste tiene para conocer no puede haber ninguna relación de continuidad natural. Sólo puede haber una relación de violencia, dominación, poder y fuerza, una relación de violación.” Es decir, el conocimiento siempre es deformado por quien conoce (una aproximación biológica cercana sea quizás la de la obra del gran Francisco Varela, o bien una psicoanalítica, la frase de Deleuze-Guattari: “cada máquina-órgano interpreta el mundo entero según su propio flujo, según la energía que lo fluye: el ojo lo interpreta todo en términos de ver”). Y no sólo eso: el discurso, en la pequeña parte en que se hace consciente, ejerce una violencia no menor en las dinámicas operacionales: véase cuántos han matado con el Libro en la mano y la metralla en la otra…

Antes, todo era armonía entre las cosas y el hombre; hoy, uno de los dos gana.

Es posible que algún autor polémico –como el propio Chesterton- se permita denostar a algunos ya considerados clásicos, con bastante soltura y poca rigurosidad, pensando, probablemente, que es fácil arrepentirse de lo dicho, que “se hace camino al andar”; incluso, que al final de los tiempos Dios lo arreglará todo. Es claro: ya no se paga con la horca por esas cosas. En nuestros tiempos se paga más caro, y hombres como Georges Zabelka lo saben bien. Si hubiese un tribunal que juzgara nuestros enunciados, ¿No deberían responder hombres como Pascal y Unamuno ante mujeres como Ellen West?

En nuestra época el pensamiento no se preocupa tan sólo por la verdad, sino también por el decir-verdad. Bajo esta perspectiva, debemos atribuir a nuestros enunciados distintos valores de certeza según los criterios de validación que hemos sido capaces de emplear al hacer nuestras afirmaciones. El yo creo no es un signo de ratonería, es ejemplo de dignidad.

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