Lo relativo: La locura

miércoles, 26 de septiembre de 2007


Hay problemas que se trasladan desde fuera hacia el pensamiento. Así, un problema como el suicidio busca una solución por medio de las palabras. Sin embargo, hay otros que se trasladan desde el pensamiento y sus variables –el lenguaje y su lógica- y salen hacia fuera. De ellos el más importante es la Locura.

No se habla aquí de la Locura en la entidad esquizofrénica o como práctica psiquiátrica, sino de ésta como método de validación, fuera de la cual las proposiciones de los cuerdos se reconocen como tales, y por tanto, válidas. Por otra parte, todo se vuelve relativo, difuso; aislado de toda luz, de toda ilustración.

La Locura es un lugar. Es todo aquello que rodea el terreno de lo Razonable. En la fortaleza de la Razón, los límites -sus muros-, se hallan en constante conflicto, inmersos en una pugna en que los sitios de lo válido disminuyen, aumentan e intercambian afirmaciones, sintaxis, enunciados. Así, lo que antes fue llamado locura, a posteriori se llamó revolución copernicana.

Bloy se equivoca al tratar lo relativo. Cuando invoca su devenir informe, cuando lo establece como atributo predicativo del Todo -cuando los amalgama copulativamente-, permite la entrada a la Locura. Pero, y esto debe recalcarse, ésta no es la destrucción del mundo, sino el caos dentro del lenguaje. Al soltar a aquel demonio, todo lo enunciable se hace posible; los ejemplos de Bloy salen a la luz. Mas el lenguaje no salta ni contagia: se repliega sobre sí mismo; como un agujero negro, se devora –Heidegger decía que “el lenguaje es la casa del ser”, pero también es cierto que no se necesita “ser” para existir-. Si liberamos la Locura, todo deviene animal –nada más-; seguimos comiendo.

Segundo error de Bloy: Ocupar algo que no existe. La Locura, como un dibujo de Escher, no distingue estructuras, cimientos, fundamentos; ante su tempestad, la lógica, como la esposa de Lot, se convierte en sal. Las identidades pierden su valor milenario, balbucean sobre sí mismas. Pero la mudez del lenguaje no nos vuelve ciegos: hegemonía de la percepción.

Dos ejemplos. Cuenta Diógenes Laercio una anécdota de su homónimo el cínico, que “a uno que con silogismos le probaba que tenía cuernos, tocándose la frente, le dijo: «Yo no los veo»”. Percepción sin lógica.

El loco, en el teatro medieval o del Renacimiento, “no sabe lo que desea, no sabe lo que es, y ni siquiera domina sus propios comportamientos ni su voluntad, pero cuenta la verdad” – ¿Acaso no somos atravesados por lo real?- dice Michel Foucault. Es meramente su portador. No hay, pues, validación que valga, sino tan sólo una inexorable irracionalidad al obedecer a sus presagios -la nula sintaxis no afecta los actos-.

Este ensayo se escribe en el límite. Ni la contradicción ni la validación le son propias.

[Nos hemos buscado en los libros, mas ¿nos hemos visto al espejo?]

Las voces de la historia.

jueves, 20 de septiembre de 2007


¿Cuántas veces nos hemos mirados las manos, mientras se nos inflama el pecho, mirando cada nervio, músculo, cada gasto energético, en fin, cada máquina? “En el fondo, con el tiempo, lo que yo he aprendido a tener es una especie de temor y temblor, de un respeto desde las tripas para arriba de lo que es el Fenómeno, la Fenomenología, el aparecer (…) son cosas que tienen una riqueza y una profundidad enormes, y uno les hace un flaco servicio imponiéndoles detrás una especie de grilla de lectura.” Con esta frase para el oro, Varela se instala frente al universo, sin tratar de buscar algo que ver, sino buscando ver lo que hay.

La rigurosidad que nos exigen nuestros análisis nos obliga a enunciar la distancia entre el objeto conocido y el modelo mediante el cual se interpreta. El lenguaje, que pretende ser nuestra vía de acceso y transmisión de las cosas, no pasa de ser un estado bruto irremisiblemente condenado a ser deformado por aquel que capta: el cuerpo que adapta. No podemos, en rigor, reducir la palabra a una combinatoria atomista de significado irreducible, es decir: no podemos dominar necesariamente al lector, al menos a priori, forzarlo a experimentar ciertos estados. Lo cual nos lleva a una modestia necesaria: no lo sabemos todo.

Siempre hay intersticios oscuros.

En El pliegue, Gilles Deleuze dice que el rasgo Barroco par excellence es describir la naturaleza como pliegue que remite a otros pliegues –laberinto que esta compuesto por laberintos infinitos cada vez más pequeños-, como si hubiera infinitos puntos entre cada punto; y el infinito tiene para Leibniz dos “pisos”, sin una discontinuidad absoluta sino descriptiva: en el primer piso, la materia, con pequeñas aberturas abiertas al intelecto, vale decir, que permiten el conocimiento. En el segundo piso, lo superior (el “alma” de las cosas), “habitación o gabinete oscuro, revestido de una tela tensa «diversificada por pliegues», como una dermis en carne viva”. La luz no está imposibilitada de entrar, pero no acude de forma rectilínea, sino por medio del desarrollo de los pliegues.

¿Qué es posible extraer de esta forma de pensar los fenómenos? Esta lectura de la vida, que implícitamente representa a lo real como algo intrínsecamente complejo, induce a un respeto muy sano por el objeto por conocer. Si unimos esto a la obra de ciertos pensadores dispersos en la historia, la modestia y la disciplina pueden ser valores en sí, las verdaderas satisfacciones del arte de aprender. Debemos, por cierto, buscar las ventanas que nos permiten ver hacia la altura, pero dentro de lo que es, y ha sido posible: para esto es importante la historia. Ya no concebida como aferrarse al texto, como un papel plano y sin contradicciones, sino tomar a la historia como un corpus que sólo puede ser interpretado según nuevos avances epistemológicos y, por tanto, en discontinuidades de interpretación. No nos es posible elaborar una teoría completa de causas y consecuencias, pero sí es posible concebir el devenir por medio de estadios intermedios, de “particiones” cada vez más finas. Sin embargo, mientras más información, más tiempo; más riesgo de mezclar los hechos, de no localizarlos: de hacer de la historia algo intempestivo, en el sentido peyorativo del término.

“Mi libro es «ficción» pura y simple. Es una novela, pero no fui yo quien la inventó” (Michel Foucault). Ya no más Historia, demos paso a las historias. Para eso se necesitan voces: las voces del pasado. Dejemos hablar a los muertos: el esfuerzo de Papini no puede estar mejor encaminado, si se enmarca en la honradez.

La propia firma

sábado, 8 de septiembre de 2007

Hace casi dos mil años –si se cree veraces ciertos documentos-, dentro de las sacras tierras orientales, un predicador llamado Jesús expulsaba un demonio, habitante de un hombre ciego y mudo –una casa bastante oscura-. No es de extrañarse que los fariseos, estudiosos de las escrituras hebreas, quedaran asombrados: dijeron, acaso acostumbrados a cierta interpretación de lo preternatural, que aquel hombre de origen judío “expulsa los demonios por obra de Belzebú” (Mt 12:22). Jesús, llamado el Cristo, el varón del látigo en el Templo, respondió así a los maestros de la ley: “¿Quién entrará en la casa del fuerte sino el que pueda amarrar al fuerte? (…) calumniar al Espíritu Santo es algo que no tendrá perdón”. Los tres primeros evangelistas relatan este suceso.

Si Unamuno sintió angustia reiteradas veces, incansablemente, al pensar sobre la muerte, su muerte, sobre aquel evento en el cual nadie lo reemplazaría y al cual acudiría completamente solo, mientras en su patria reinaba el rifle, aquella repetitiva experiencia sería menos dolorosa -si pudiésemos jerarquizar en conceptos absolutos la relación ideología terrible-dolor-, al compararla con la experiencia que puede experimentar un cristiano ante el pecado imperdonable. Imaginemos a alguien que piense haber cometido aquel pecado. El dubitativo agnóstico podrá encontrar narcóticos para olvidar, su naturaleza no lo obligará a pensar la muerte, ¡pero al creyente sí! Su naturaleza tenderá siempre a Dios y, mientras los salvos gozaran de la misericordia, el devendrá polvo. Tendrá la marca de la muerte por un hecho de sólo segundos, incluso mientras viva. ¡Buscará incansablemente la opinión de los teólogos! Y, sin embargo, nunca les creerá de verdad, se creerá no-perdonado por siempre. Y esto ha pasado. Pongámonos en el lugar de los desposeídos. Preguntemos: ¿Habría influido un tono menos peyorativo en la condena de los fariseos? Si dijesen, por ejemplo, “creo, según mis estudios en la escritura que, dado que lo dicho por este hombre no concuerda con los mandatos de Dios, expulsa por otros medios”, ¿habrían sido castigados?

Michel Foucault señala que Nietzsche fue el primero en concebir que “entre el conocimiento y las cosas que éste tiene para conocer no puede haber ninguna relación de continuidad natural. Sólo puede haber una relación de violencia, dominación, poder y fuerza, una relación de violación.” Es decir, el conocimiento siempre es deformado por quien conoce (una aproximación biológica cercana sea quizás la de la obra del gran Francisco Varela, o bien una psicoanalítica, la frase de Deleuze-Guattari: “cada máquina-órgano interpreta el mundo entero según su propio flujo, según la energía que lo fluye: el ojo lo interpreta todo en términos de ver”). Y no sólo eso: el discurso, en la pequeña parte en que se hace consciente, ejerce una violencia no menor en las dinámicas operacionales: véase cuántos han matado con el Libro en la mano y la metralla en la otra…

Antes, todo era armonía entre las cosas y el hombre; hoy, uno de los dos gana.

Es posible que algún autor polémico –como el propio Chesterton- se permita denostar a algunos ya considerados clásicos, con bastante soltura y poca rigurosidad, pensando, probablemente, que es fácil arrepentirse de lo dicho, que “se hace camino al andar”; incluso, que al final de los tiempos Dios lo arreglará todo. Es claro: ya no se paga con la horca por esas cosas. En nuestros tiempos se paga más caro, y hombres como Georges Zabelka lo saben bien. Si hubiese un tribunal que juzgara nuestros enunciados, ¿No deberían responder hombres como Pascal y Unamuno ante mujeres como Ellen West?

En nuestra época el pensamiento no se preocupa tan sólo por la verdad, sino también por el decir-verdad. Bajo esta perspectiva, debemos atribuir a nuestros enunciados distintos valores de certeza según los criterios de validación que hemos sido capaces de emplear al hacer nuestras afirmaciones. El yo creo no es un signo de ratonería, es ejemplo de dignidad.