Morir, ese fuego.

lunes, 5 de noviembre de 2007


Una vez, un loco nos habló así:

«Nos obligan a pensar, a describir, a hacer sistemas; y dentro de este juego trágico, inútil es intentar salir -incluso detenerse es peligroso-. Y ya que estamos dentro de este flujo, debemos pensarnos, pensar la propia vida. Y la muerte es parte de la vida, a tal grado que muchos han creído que incluso es su esencia, no tan sólo una cualidad biológica, sino la dinámica intrínseca del ser.

»“Pero también la muerte es algo que sucede: ¿cómo muere un hombre? / Pero también se gana cada uno su muerte, su propia muerte, que no corresponde a nadie más”, escribe el gran poeta griego Yorgos Seferis. Y es cierto, brutalmente cierto: nadie nos acompañará, iremos solos, cuando todo simplemente acabe. Es por eso, sapientísimos, que también debe hablarse de la experiencia de la muerte, de su concepción o las intensidades que provoca en los cuerpos el solo hecho de pensarla –es en este sentido que se habla de una experiencia de la muerte, a pesar del paradójico nombre.

»Quisiera contaros la historia de una muerte con nombre y apellido: la de la joven Ellen West.

»Ellen destacó siempre por su inteligencia, y un don sublime en lo poético. Todo podría pronosticar un futuro exitoso; todo, menos su historial médico: trastornos conductuales en toda su familia desde sus abuelos, depresión y problemas alimenticios en su caso. Cuando alcanzó la mayoría de edad, los problemas melancólicos la atacaron cíclicamente; ni siquiera pudo superarlo casándose con su primo, a los 28 años. Sin embargo, sus problemas somáticos, de orden depresivo o bulímico, no son la peor parte: desde la adolescencia, mantiene un oculto pero fervoroso deseo de matarse. No constituye para ella una salida desesperada, sino un anhelo de certidumbre.

»Pasa por varios psicoanalistas; todos la diagnostican distintamente. Al final, termina con el doctor Binswanger –curiosamente sobrino del psiquiatra que atendió a Nietzsche en Jena-, y la pareja termina tomando la decisión de no internarla. Hacer lo contrario implicaría asesinarla lentamente, consumirla de a poco, desgastar su hostilidad al precio de desgastar incluso su energía creadora. Nadie se extrañó de la reacción de Ellen: al poco tiempo se suicidó con veneno. Lo que si resultó extrañísimo fue el efecto de su decisión: nunca se la vio tan feliz en vida. Detener la incertidumbre incluyó detener su sufrimiento. “Parecía como nunca había parecido en vida, tranquila, feliz, pacífica”.

»Desde que supe de aquel caso, la muerte ha dejado de ser para mí una idea. Resulta para mí mi propio secreto, sapientísimos: ya no hablo de los sepulcros, sólo pienso en mi lápida. Y resulta para mi algo propio, mi propio secreto.

»Hay una forma fácil de tomar el caso de Ellen: considerarla enferma, sin más. Por cierto, no es lo que hizo Binswanger. Pero debéis tener presente que, para hacerlo, habéis de hablar de naturaleza humana, de defectos de naturaleza –enfermedad-, de trascendencia, de ideales; y esa no es mi tarea, sabios: soy ciego a esas esfinges; creedlo, estoy loco.

»Desde 1973, año en que aparece el opúsculo «De máquinas y seres vivos», Francisco Varela y Humberto Maturana han postulado la noción de autopoiesis, la capacidad de las máquinas vivientes de auto-producirse, usando los componentes del medio, pero manteniendo una relativa autonomía. Su aporte es significativo pues rompe con la tradición anterior al hacer de la teleología biológica “un concepto prescindible”-incluso Jacques Monod consideraba este elemento como constitutivo de los seres vivos en El azar y la necesidad-. Y esto nos incumbe ahora: Ellen West, máquina autónoma, nada tiene que ver con Emily Dickinson o Afrodita; aún más: Ellen-niña, nada tiene que ver con Ellen-mujer, o con Ellen-suicida. Sólo puede situarse su experiencia de la muerte en un plano de inmanencia. Y es esto lo que nos resulta terrible a nosotros; a nosotros, no a ella.»

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